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El silencio de Elvis


Vicentín es un joven esquizofrénico, alegre, dinámico, que le gusta cantar y adora a Elvis; está convencido de que sabe lo que la gente va a decir, que tiene ese don. Es un chaval simpático pero cuando se impacienta, se muestra hiperactivo y, a veces, violento, es difícil de manejar. Sus padres están desbordados, intentan hacer una vida normal pero son una familia rota. El grito de ayuda que estos padres lanzan a los médicos, a los servicios sociales, a las instituciones públicas... cae en el vacío.




El silencio de Elvis, escrita y dirigida por Sandra Ferrús, tiene las cualidades y deficiencias de una primera obra que aborda un tema cercano.

La obra, argumento y personajes, nos llegan al corazón por su sinceridad, su honestidad. La situación de esa familia rota está retratada con veracidad, con unos diálogos directos, sin florituras. La obra toca todas las aristas del problema que supone la convivencia con un esquizofrénico o con una persona que padezca una enfermedad mental grave y, además, la autora los integra en su dramaturgia de forma natural y crea unos personajes propios.

En el otro lado del balance nos encontramos con algunos diálogos que se beneficiarían de una mayor síntesis. Al principio de la función los diálogos insustanciales, cotidianos, son perfectos para definir a los padres, personas de origen humilde que no saben cómo sobrellevar los cambios de humor de su hijo, por ejemplo, pero insistir en frases de ese tipo, avanzada ya la obra, resta fuerza al relato, pierde energía. Lo mismo pasa con las fantasías de Vicentín que se escenifican, resultan redundantes.

Con esta obra, Sandra Ferrús demuestra que es una dramaturga que no hay que perder de vista; la experiencia la llevará a ese proceso de síntesis y poda que todo autor debe someter a su texto, buscar lo esencial de los diálogos.

La escenografía es austera, fría y funcional: paneles o planchas grises de fondo, algunos muebles tradicionales (mesa, sillas, sillón). No aporta nada a la dramaturgia.


Pepe Viyuela nos ofrece una gran interpretación encarnando al padre. Observar cómo expresa en su cara, sus ojos, la personalidad de su personaje, escuchar su voz enérgica, dubitativa, impotente... es toda una lección interpretativa. Susana Hernández, como la madre, también consigue emocionarnos con una buena interpretación. Elías González como Vicentín tiene el papel más complicado y, gracias también a una dirección firme, evita caer en exageraciones, maniqueísmos o imitaciones de interpretaciones ya vistas: se ha optado por una interpretación natural, algo de infantilidad irresponsable. Sandra Ferrús, con un papel más breve y sin grandes complejidades, sabe estar convincente. No pasa lo mismo con Martxelo Rubio, que encara varios personajes con el tupé de Elvis: además de su interpretación algo plana, es difícil hacer creíbles sus otros papeles, con su tupé, fuera de Elvis.


A la función le falta garra, dinamismo, hondura en algún aspecto y, por otra parte, le sobra algún diálogo y alguna fantasía mental. Pero lo que sí convence es la historia, los personajes centrales y el problema que expone. Nos hace reflexionar al mismo tiempo que nos obliga a meternos en la piel de esa familia.


Por eso, sí recomiendo acercarse a ver El silencio de Elvis, sin esperar una gran obra pero sí una muy estimable propuesta. Después surgirá el debate entre los espectadores, preguntas como ¿qué se hizo para resolver el problema que se generaba al cerrar los psiquiátricos y echar a la calle a cientos de pacientes?



Texto y dirección: Sandra Ferrús

Intérpretes: Pepe Viyuela, Elías González, Sandra Ferrús, Susana Hernández, Martxelo Rubio

Escenografía: Fernando Bernués

Ayudante de dirección: Aitor Merino

Teatro: Infanta Isabel 30 enero a 3 marzo de 2019

Duración: 85 minutos

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